Se bebía como la sidra, escanciándolo para que se abriera y diera espumilla; y en el mismo tipo de vaso. El chacolí o txakolí, es el vino blanco típico de la costa del País Vasco, aunque también se produce en Álava. Se bebía a espuertas, y su mejor momento era los domingos, cuando los caseros bajaban al pueblo y tras oír misa se iban de pinchos y se trasegaban algunas botellas con los amigos. Tenía poco grado, sobre nueve, ya que, por debajo, un fermentado de uva no es legalmente un vino. Eran agraces, con una acidez terrible, de la que estómagos poco preparados necesitaban defenderse.
Estoy escribiendo en pasado, porque la realidad ya no es así. Un buen porcentaje de los chacolís actuales son vinos muy serios, de mucha calidad, con fundamento, como diría el propietario de este vino que les estoy presentando. Se considera que se debe al cambio climático y también a la mano de enólogos que saben hacer buenos vinos. Indudablemente son las dos cosas a la vez.
Cuando Ana Martín, enóloga bilbaína, pero que asesora en media España, sacó el primer chacolí moderno en 1995, contratada por la Diputación de Vizcaya y por la bodega Itsasmendi, la gente no lo creía y los puristas indignados decían que aquello no era chacolí, que aquello era un vino. Pues claro.
Nuevos tiempos para el txakolí
Desde entonces hasta ahora se hacen muy buenos de estos vinos tanto en Vizcaya, como en Guipúzcoa y Álava, y de manos de enólogos brillantes como en este caso Lauren Rosillo, el elaborador de los chacolís de Karlos Arguiñano. La historia empieza cuando el cocinero, con otros cuatro amigos de su cuadrilla, piensan en hacer un vino de su tierra, pero en la línea moderna, un chacolí que sea gastronómico, que pueda servirse y maridar bien con buenos platos, en el famoso restaurante que Arguiñano tiene junto a la playa de Zarauz.
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En la cercana localidad de Aia, hay 15 hectáreas, a 300 metros de altitud, rodeadas de bosque, plantadas desde 2005 con la variedad reina del chacolí, la Hondarrabi Zuri, y perteneciente a la denominación de origen Getariako Txakolina. Y fue en el 2010 cuando los cinco amigos siempre capitaneados por Arguiñano, montan la bodega en mitad del viñedo, llaman a Rosillo que viene de Villarobledo, en La Mancha, y sacan el primer vino que llaman K5, con éxito.
Ahora en el mercado está el 2019. Tiene 11 meses de crianza entre lías, es decir desechos de la fermentación, teóricamente levaduras que ya ha hecho su misión y han muerto, y que en lugar de retirarlas se las deja con el vino porque le da más grasa, estructura y volumen en boca.
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El resultado es que este K5 tiene una nariz franca, directa, con tonos ahumados y tostados de pastelería, que es otra de las característica de la crianza entre lías; y hay una presencia clara de recuerdos de cítricos.
En boca como se esperaba, sabroso, rico, con volumen y muy fresco debido a una acidez presente, pero muy bien controlada que le da longevidad. Producen unas 80.000 botellas al año de media, y su P.V.P. es de 18 euros.
Con fundamento
Hace unos pocos días presentaron en sociedad el nuevo vino, Kaiaren 2016. La presentación corrió a cargo de Amaia Arguiñano, la hija del cocinero que está al frente de la bodega.
Es un vino especial. Procede de un depósito de 5.000 litros, en total 6.372 botellas, que ha permanecido cuatro años con sus lías y luego dos más reposando y afinándose en botella. Kaia, en vasco, quiere decir puerto, y el nombre del vino algo parecido a “lo que viene del puerto”. Se supone que brisa y frescura, pero a la vez con intensidad, con profundidad, madurez de fruta y claros recuerdos de cítricos y piel de naranja. En boca sabroso, con estructura, cuerpo, graso, y a la vez con una acidez muy bien equilibrada. Su precio en tienda está en 37 euros.
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Desde luego no se parece nada a los viejos, y hay que reconocer que entrañables, chacolís tradicionales. Y encima viene de la mano de un mítico cocinero, Karlos Arguiñano, que lleva enseñando lustros recetas de cocina a media España. Nunca se hubiera atrevido a sacar un vino que no fuera excelente.
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