«…allá donde la niebla o la humedad general o terreno estéril o rocoso
parecían hacer prohibitivo la existencia de la vid,
allí el hombre consiguió crear el viñedo para el mejor vino»
Etimologías (s. VII)
San Isidoro de Sevilla
Que la vid llegó a latitudes y altitudes que rozaban el límite de su capacidad biológica por adaptarse a un medio físico adverso lo prueba el desarrollo que tuvo en territorios como Flandes, Bretaña, Normandía o Inglaterra, sin olvidar los terrenos alpinos del Valle de Aosta italiano y el sur del Valais o el Neuchatel suizos, además del húmedo Golfo de Bizkaia donde se ubica nuestra comarca.
Príncipes y reyes, señores nobles y eclesiásticos, se esforzaron en extender la vitivinicultura por sus regiones de origen por razones de prestigio, pero también prácticas. La continua selección de variedades de vid y el paciente trabajo del agricultor debieron de ser especialmente importantes para la obtención del ansiado vino con el que abastecer la casa, el palacio o el monasterio, todo ello a pesar de la baja calidad que sin duda caracterizaba a aquellos caldos.
Por tanto, que el viñedo vivió una inusitada expansión desde la Edad Media es algo innegable, incluso, como ya hemos señalado, por territorios nada adecuados para su cultivo dada la escasa insolación anual y el exceso de humedad traído por el viento del norte. Así, debieron de haber buenas razones para que las vides medraran por el accidentado relieve, a menudo rodeando pequeños centros religiosos donde coexistirían viñas productivas con plantaciones de jóvenes majuelos. Y efectivamente, monasterios e iglesias como las que mencionaremos más adelante, demandaban la presencia de ese ansiado vino convertido en «sangre de Cristo» para consagrar los actos religiosos, por lo
que no dudaron en cultivar las vides que fueran necesarias, incluso en aquellos lugares de intrincada geografía y climatología adversa como las de Ayala y Alto Nervión. Pero tampoco hay que olvidar la particularidad embriagadora del vino, como una de las pocas formas de escape que el individuo de aquel entonces podía utilizar para evadirse de la dura realidad que lo envolvía. Una bebida que, con moderación, era permitida por las órdenes monásticas para el consumo de sus monjes –hasta un litro por cabeza según la regla benedictina–, relacionado seguramente con el aspecto nutricional y las calorías que el propio vino aportaba a su dieta. Y tema recurrente en el arte escultórico románico, donde racimos de uva, vides y vendimiadores ocupaban lugar preferente en capiteles y portadas de iglesias.
EL ESPACIO GEOGRÁFICO DEL CHACOLÍ
Comprende tres dominios coincidentes con los territorios históricos de la Comunidad Autónoma de Euskadi: Bizkaia, Gipuzkoa y Álava. Así, no sin esfuerzo, la primera denominación de origen dedicada al chacolí vasco surgió en el año 1989, concretamente la Denominación de Origen Chacolí de Getaria – Getariako Txakolina. Con ella, el vino de chacolí entró en la era de la modernización y se presentó en el mercado de vinos como un producto de calidad y competitivo. Hoy día, esta denominación de Getaria abarca a todas las explotaciones del Territorio Histórico de Gipuzkoa. Fue, sin duda, el primer paso, ya que el segundo llegó con la creación de la D. O. Chacolí de Bizkaia – Bizkaiko Txakolina en 1994, otro brindis a la salud de nuestro querido vino de la tierra. Para el tercer gran paso, empero, habría que esperar al siglo XXI, en cuyo primer año –2001– se constituyó la más joven de nuestras denominaciones, la D. O. Chacolí de Álava – Arabako Txakolina, aunque ya había venido reivindicando su sitio desde 1989.
Fuera del ámbito vasco debemos mencionar algunos territorios limítrofes que, como los valles de Mena y Tobalina, Miranda de Ebro y Briviesca en Burgos, así como amplias zonas de Cantabria oriental, han contado históricamente con abundancia de viñedos para vinos de chacolí o de similares características organolépticas. Todavía hoy, de manera residual y sin ayuda institucional, se mantiene algún tipo de producción chacolinera tradicional para el autoconsumo en estas zonas. Del mismo modo, los archivos municipales de algunas villas y localidades de la costa guipuzcoana más oriental –Hondarribia, Irun, Pasaia, San Sebastian o Mutriku– albergan interesantes documentos que citan repetidamente la palabra «chacolín» para referirse tanto a los vinos propios de la costa como a vinos procedentes de Francia, concretamente de las zonas de Burdeos y La Rochelle. Y es a partir del siglo XVI cuando se generaliza esta denominación de «vinos chacolines» o «vinos de chacolín» que invita a pensar en una más que probable geografía del chacolí localizable en un amplio sector del arco atlántico comprendido entre la región de Trasmiera, en Cantabria, –con municipios como Argoños, Noja o Colindres entre otros–, y el departamento francés del Charente Marítimo –cuya capital es precisamente La Rochelle–, al suroeste y noreste respectivamente de este gran espacio chacolinero, incluidas zonas al interior del noroeste alavés y del noreste burgalés.
El espacio geográfico del chacolí alavés y del Alto Nervión
Situándonos en el territorio objeto de nuestro estudio, comprende éste una amplia zona natural formada por siete municipios a caballo entre dos territorios y, por tanto, dos denominaciones de origen. Así, los municipios alaveses de Laudio, Amurrio, Okondo, Ayala y Artziniega integran, de manera exclusiva y excluyente, la D. O. Chacolí de Álava, mientras que los vizcaínos de Orozko y Orduña participan de la D. O. Chacolí de Bizkaia. Un gran espacio que, aunque no muy alejado de la costa, sí cuenta con características bioclimáticas muy especiales, derivadas de la importante orografía circundante –Ganekogorta (998 m) por el norte, Gorbeia (1481 m) por el este, y las sierras de Gibijo y Gorobel (1180 m) por el sur y suroeste respectivamente–, de una mayor altitud de estos valles del curso alto del río Nervión y de la influencia de masas de aire diferentes, procedentes unas del interior seco de la meseta, acompañadas a menudo de fuertes rachas de viento sur, y del Golfo de Bizkaia otras, con vientos de componente norte y con frecuencia más húmedos. Un espacio, pues, de orografía compleja e influencias contrastadas que, sin duda, el viñedo local ha sabido asimilar.
La mayor fama de los chacolines vizcaínos y guipuzcoanos ha ocultado en los últimos años la realidad del mapa chacolinero vasco, un mapa que no coincide plenamente con ese ámbito costero. Por lo tanto, este espacio geográfico del chacolí alavés y del Alto Nervión viene a reivindicar su sitio en el panorama actual de los vinos chacolines que por derecho ya le correspondía, a tenor de la huella histórica habida en el transcurso de los siglos, perfectamente documentada como veremos en los capítulos siguientes.
LA IMPORTANCIA DEL PATRIMONIO DOCUMENTAL
La documentación escrita ofrece una base histórica fundamental a la hora de acometer cualquier trabajo de investigación, ya que aporta solidez, y dota de memoria y sentido a cualquiera de los patrimonios inventariables, bien sean de carácter material, paisajístico, o de transmisión oral de conocimientos.
No podemos decir que sea muy numerosa para el ámbito vasco la documentación existente sobre viñas y vino desde la Edad Media. Sin embargo, la suma de cartularios y becerros de grandes monasterios como San Millán de la Cogolla, Valpuesta, Eslonza y Oña, las Fuentes Documentales Medievales del País Vasco, los archivos municipales y provinciales, los de las chancillerías, las abundantes ordenanzas municipales y los centros de documentación públicos y privados contienen una gran riqueza de referencias sobre el cultivo de la vid en nuestros territorios históricos que ayudan mucho a definir esa tradición vitivinícola que existió y que durante siglos ha permanecido un tanto escondida o dormida.
De igual forma, hay censos históricos y diccionarios geográficos que aportan numerosos datos e información sobre el cultivo de la vid y la producción vinícola. También son importantes las referencias periodísticas y literarias procedentes de autores que, o bien eran viajeros circunstanciales, o periodistas de guerra –los conocemos desde las carlistadas–, o verdaderos literatos de los siglos XIX y XX, los cuales ejercieron de verdaderos cronistas de su época.
Los mapas históricos y la cartografía administrativa contemporánea muestran, igualmente, datos sobre paisaje y toponimia muy valiosos de cara a reconstruir una geografía del viñedo que ya no existe, o no al menos de ese modo.
LA DOCUMENTACIÓN MEDIEVAL EN LA ZONA DEL CHACOLÍ ALAVÉS
Gracias a los estudios de arqueología medioambiental y arqueobotánica en lo que respecta a la vertiente atlántica, se han identificado granos de polen de Vitis en el estuario del Bidasoa, fechados en el 2700 antes del presente. Sin embargo, semillas de vid como tales no se han documentado hasta el s. I después de Cristo, relacionadas con actividades comerciales en el puerto de Oiasso, la actual Irun.
Pero, tendremos que dar un salto en el tiempo para llegar a ver viñas plantadas en los valles atlánticos del País Vasco, y más concretamente en la comarca de la Tierra de Ayala y el Alto Nervión, donde municipios como Llodio, Amurrio, Oquendo, Ayala y Artziniega, junto a los vizcaínos de Orduña y Orozko, conforman un extenso territorio natural de prolongada tradición vinícola. Y no debemos tratarlo de manera aislada, ya que en otras comarcas vecinas –caso de Valdegovia en Álava o el Valle de Mena en Burgos– la presencia de la vid ha tenido un parecido desarrollo histórico, puesto que aparece mencionada como vineas (viñas) en diversos documentos, algunos muy tempranos, y siempre en relación con centros religiosos. Y lo curioso del asunto es que todas ellas se hallan enmarcadas en áreas poco o nada favorables al cultivo de la vid y, por tanto, a la capacidad que se le supone a esta planta de producir uvas maduras apropiadas para la producción de vino.
El siglo VIII se caracterizó por la progresiva aparición de asentamientos campesinos estables, pero también por el afán fundacional de monasterios e iglesias por parte de obispos y abades para ir ganando cotas de poder en unos territorios de frontera –caso de Valdegovía y Ayala, en el occidente y norte respectivamente del territorio alavés– que, a pesar de lo que la documentación ha querido dejar entrever, no estaban ni tan desocupados de población, ni tan abandonados a su suerte como se ha dicho en repetidas ocasiones.
No debemos separarnos mucho ni de las primitivas aldeas ni de las pequeñas iglesias fundadas entre los siglos VIII y IX, si queremos rastrear aquellas primeras uvas cultivadas, con cuyo zumo habría de salir el vino destinado a los actos litúrgicos y, también, el empleado en la dieta diaria de señores y eclesiásticos, frailes y monjas, y gentes de diversa condición. Zumos de uvas verdes crecidas entre la niebla para fabricar vinos ásperos con los que acompañar las necesidades de culto de una Iglesia imparable en su avance, vinos convertidos en símbolos de poder y prestigio para mesas y altares en todo el occidente europeo.
Pero si de semillas se trata, seguramente antecesoras de nuestros chacolines atlánticos, habremos de rastrear algunos de los documentos medievales de la Tierra de Ayala y su entorno más cercano –correspondientes a otras tantas fundaciones monasteriales–, en los que se constata la presencia de viñas desde época altomedieval, vides domésticas cuyas variedades desconocemos, así como sus cualidades y producciones, pero que tuvieron el mérito de medrar entre montañas húmedas y poco soleadas, y haber sido las precursoras, en los mismos escenarios geográficos, de otras cepas que más tarde darían el llamado «vino de la tierra» o chacolín. Nos estamos refiriendo a los documentos de Santa Mª de Tudela, identificada con el pueblo de Retes de Tudela, en el municipio de Artziniega, y de San Víctor de Gardea en Laudio. No obstante, habremos de tener presente los relativos a Santa María de Valpuesta y a la iglesia de Taranco en el Valle de Mena, ambos en territorio de Burgos.
Valdegovía y Valpuesta
La historiografía clásica continuadora de las teorías de Sánchez Albornoz y otros han querido ver las tierras de Valdegovía como un desierto demográfico tras la implacable invasión musulmana sufrida por la mayor parte del territorio peninsular. Sin embargo, no creemos en una Valdegovía vacía de gentes en el año 804, sino con población indígena perfectamente organizada en aldeas, con sus labrantíos y molinos, sus viñas y sus iglesias comunitarias, gentes con las que hubieron de pactar abades y obispos que, como Vítulo y Juan, llegaron, fundaron y se establecieron sobre lo que ya había y no sobre una «tierra de nadie» como quieren hacer ver los cartularios, códices y becerros. De hecho, cuando el abad Pablo «adquiere» tierras para el recién fundado monasterio de San Martín de Losa, se citan, entre ellas, siete viñas cercanas a Tobillas, documentadas hacia el 872. Pero no sólo se habla de viñas, sino también de molinos, dehesas y sernas, es decir, campos de labor y tecnología «aprehendidos» por haber sido abandonados recientemente por sus dueños. En este sentido, la arqueología se hace totalmente imprescindible no sólo para confirmar o desautorizar lo que los documentos nos cuentan, sino también para ir conociendo mejor esa parte oculta de la historia que los documentos no nos cuentan. Y así de rotundo es el historiador Iñaki G. Camino cuando dice que «la ocupación altomedieval de los Castros de Lastra o de las villae de Valluerca y Villamanca con quienes el abad Avito, al fundar el monasterio de Tobillas, tuvo que compartir bienes públicos a través de su participación en una comunidad de pastos, es la prueba de la existencia previa de unas aldeas que percibían como propio un espacio organizado y explotado territorialmente», y que, por supuesto, nunca habían sido abandonadas.
En cualquier caso, sí que hay un hecho constatable en la documentación, y es el de la generalización del cultivo de la vid por todo el territorio, no sólo para satisfacer las necesidades del culto, sino también las propiamente alimenticias de aquellos monjes de San Esteban de Salcedo, San Román de Tobillas o del propio monasterio de Santa María de Valpuesta.
En este sentido, las actas del becerro valpostano ofrecen numerosas citas sobre la vid, y señalan a Alcedo como el principal centro vinícola de toda la comarca, con su monasterio de Santiago a la cabeza. Seguramente, la orientación de sus tierras en ladera hacia la exposición solar debió de resultar decisiva en aquella concentración de mimadas cepas. El cartulario de Valpuesta menciona, además, numerosas donaciones de viñas al monasterio por parte de sus fieles, especialmente abundantes desde el s. XI en adelante. En la actualidad no hay una sola viña en toda la comarca de Valdegovía.
Iglesia de Santa María de Tudela en Artziniega
Un documento indispensable para la comarca del chacolí alavés es el que corresponde a una donación aparecida en el cartulario de Valpuesta haciendo referencia al pueblo de Retes de Tudela, en Artziniega. Corría el año 864 y reinaba el rey asturiano Ordoño I cuando una familia, encabezada por Elduara y sus hijos Fredenando, Godesteo, Gisclauara, Hanni, Soario y Justa, donaba a la iglesia de Santa María de Tudela todos los bienes muebles e inmuebles que poseían, es decir, edificios, manzanos –pommares–, viñas –vineas– y tierras de sembrar –terras sationaviles–, «todas cuantas en este mismo valle obtuvo nuestro padre», el marido de Elduara ya fallecido, quien habría llegado a esta elevada zona del sur de Artziniega para asentar su hogar, allí donde más tarde se levantaría una torre defensiva para vigilar y «tutelar» los pasos de Gordeliz hacia el Valle de Mena y el puerto de Angulo. Precisamente, aquella «tutela» daría luego el nombre a la población de Retes de Tudela, cuya iglesia –al borde del promontorio–aparece en posición excéntrica respecto al caserío.
Desconocemos quién fue el marido de Elduara, pero sabemos que no se trataba de un simple colono llegado de lejos, sino de un señor de cierta importancia que roturó zonas de bosque y terrenos baldíos para convertirlos en tierras de cultivo, donde plantar cereales, frutales y cepas de vid. También edificaría cuadras para el ganado, un molino y algún tipo de borda muy modesta donde acoger la morada familiar. Algún tiempo después se decidiría a construir una pequeña iglesia privada dedicada a su patrona Santa María, un lugar seguro al que llevar sus diezmos y pagos en especie y del que poder beneficiarse más tarde, convirtiendo así la obligación contributiva en provecho propio.
Vemos, pues, que el cristianismo se difundió tempranamente en la Tierra de Ayala, y con él también la cultura del vino, acompañando a una familia que de algún modo sería «representante de una nueva aristocracia, cuyo dominio se fundamentaba en la posesión de la tierra, en el control de los instrumentos y de la mano de obra necesarias para asegurar su explotación, y en la adquisición de ciertos derechos de explotación sobre bienes públicos», en palabras de Iñaki G. Camino. Representantes de grandes propiedades que fueron generalizándose en el occidente alavés entre los siglos IX y XI, y que liderarían el horizonte político en esta tierra de frontera.
Iglesia de San Víctor y Santiago de Gardea en Laudio
Otro importante documento es el que hace mención al monasterio de San Víctor y Santiago de Gardea, esta vez del cartulario de San Millán, en el que se alude a la donación del mismo, con todas sus posesiones, al monasterio de San Esteban de Salcedo el día 5 de mayo del año 964. En este caso los protagonistas son un tal don Jimeno y su hermana Marina, quienes por propia voluntad dicen: «concedemos y confirmamos al monasterio de San Esteban y Santa María de Salcedo, en la persona de su abad Nuño, nuestro monasterio de San Víctor y Santiago, situado en el lugar que decimos Gardea, con sus tierras, viñas, molinos, manzanares y demás pertenencias, tanto bienes muebles como inmuebles […]».
También en este caso los protagonistas son representantes de la clase dirigente, quienes trataban de apropiarse de los medios de producción campesinos y del derecho sobre los templos, concentrando para ello las rentas que recaudaban las pequeñas iglesias de las comunidades aldeanas en unas pocas que estuvieran bajo su control. Toda una reordenación de la red eclesiástica a la que no escapó el templo de San Víctor en la aldea de Gardea, convertido después en ermita –acaso en el actual emplazamiento de Santa Cruz–, y barrio del actual municipio de Laudio, cuya parroquia de San Pedro concentraría buena parte de las rentas perdidas por estas otras iglesias. Vemos, pues, cómo religión, política y vino iban de la mano, como partes indisolubles del nuevo sistema de dominio señorial, ya fuera éste laico o eclesiástico.
El Valle de Mena
Hay que mencionar un documento del cartulario de San Millán, fechado en el año 800, a pesar de ser radicalmente apócrifo. Se trata de un acta de donación y en ella se asegura que hasta este valle llegó el abad Vítulo con el presbítero Ervigio y sus seguidores para fundar el monasterio de San Emeterio y San Celedonio de Taranco, al que donaron todo su patrimonio tanto mueble como inmueble. El acta prosigue enumerando las labores de aquel abad y de todos cuantos con él estaban, añadiendo que plantaron y edificaron sus viviendas y hórreos, así como bodegas, prensas y molinos. También se dotaron de huertos y manzanares, y plantaron viñas, haciendo bueno el texto de un conocido diploma carolingio del siglo IX que decía: Fecit eclesias et plantavit vineas. Además, no hay que olvidar que en este mismo documento se cita por vez primera la palabra «castilla» para referirse a ese espacio geopolítico nacido en estas tierras del norte burgalés y occidente alavés, defendido por castillos roqueros encaramados en colinas y desfiladeros, y que los musulmanes llamaban Al-Quilé, es decir, «los castillos».
Sin embargo, como bien ha señalado Gonzalo Martín Díez, este documento relativo a la fundación de Taranco se encontraría entre los 17 diplomas apócrifos del Cartulario de San Millán que pretenden datarse con anterioridad al año 900, simplemente para dotarlos de una autoridad fuera de toda duda. Fue redactado a mediados del siglo XII y, al igual que el resto de su serie, incurre en graves anacronismos que lo convierten en paradigmático. Precisamente, es la amplitud de las heredades donadas en este falso diploma del año 800, el indicio más claro de su inverosimilitud, unas heredades que en realidad sí que existieron y fueron efectivamente donadas con el propio monasterio, solo que más de 300 años después de lo que su fecha dice. Así pues, no podemos asegurar al día de hoy si existieron viñas en el Valle de Mena con anterioridad al siglo XII, momento a partir del cual sí podemos tener seguridad plena de ello, tal y como aparece citado en el mencionado diploma y en la talla de un precioso capitel de la iglesia románica de Santa María de Siones, una de las joyas del valle, donde puede verse una cepa rebosante de racimos de uva.
Aquel hombre recio, adusto y sufrido del medioevo, hubo de componérselas para lograr que esa misma cepa representada en Siones, amante del calor mediterráneo, arraigara con éxito en los húmedos y sombríos terrenos del norte peninsular, resistiendo a los largos días de lluvia, a los hielos del invierno y a la vaporosa niebla de los macizos montañosos. Un hombre duro y rudo, pero a la vez manso y temeroso de Dios, que aprendía a gobernar la nave de la subsistencia a fuerza de caer una y mil veces en la enfangada miseria de su tiempo. Sin duda alguna tuvo que ser paciente y bondadoso para ofrecer a la vid todo el amor y el cuidado que necesitaba para dar su fruto, buscando la calidez del sol en laderas orientadas al sur, en pos de esa tibieza y luz que el norte húmedo y sombrío negaba con crudeza.
LA DOCUMENTACIÓN HISTÓRICA ENTRE LOS SIGLOS XV Y XIX
Y si tenemos documentada la presencia de viñas en la Alta Edad Media, es lógico pensar en una continuidad e incluso aumento de la producción durante la Plena y Baja Edad Media. Por ello, un capítulo aparte merecen las ordenanzas municipales, dictadas por las autoridades del lugar para reglamentar de manera oficial todas aquellas actividades económicas y comerciales, además de regular otros aspectos sociales y políticos de la gestión ciudadana. De esta forma, también se ponía orden en el abastecimiento de la villa, en la entrada y venta de todo producto autóctono y foráneo, con el fin de proteger lo propio y evitar posibles abusos y malos usos.
Veamos someramente lo que para la comarca del chacolí alavés y del Alto Nervión nos tienen reservadas algunas de las ordenanzas municipales de que disponemos, tan tempranas como éstas referidas a Orduña y datadas en el año 1499. En ellas, ante la continua llegada de vino foráneo procedente de La Rioja y Castilla a las tabernas de la ciudad, dictaminan que se castigue a todo aquel que, incumpliendo la norma, introdujera vino o sidra de otras zonas mientras lo hubiera de la propia cosecha. Una reglamentación proteccionista que también encontramos en las ordenanzas municipales de Artziniega de 1494, en las que ya se regulaba el comercio y venta de vino de la villa.
Siglo XVI
Sin salir del ámbito de Orduña, con el cambio de siglo encontramos otras ordenanzas, esta vez fechadas en 1569, y en las que nos dan cuenta de la obligatoriedad para todas las aldeas de su jurisdicción con más de doce vecinos de tener una taberna que provea de vino mientras hubiere «de la cosecha de esta dicha Ciudad», es decir, de los viñedos que había en su término municipal., lo que invita a pensar en la presencia deque también con anterioridad al año de 1499, en que se fechan las primeras ordenanzas, haya habido viñas en el entorno de Orduña y sus aldeas y, por qué no, de las de Arrastaria.
También el Archivo Municipal de Arespalditza nos ofrece información, esta vez de 1568, referente a la custodia y guarda de viñas y frutales, estableciendo una serie de decretos para proteger las plantaciones muy similares a las medidas adoptadas por otras ordenanzas vecinas. En el mismo archivo hay un documento de 1572 en el que se ordenan embargos por haber vendido «vino verde» sin permiso, es decir, el vino propio todavía sin madurar y no apto para el consumo.
Siglo XVII
Y no son pocas las referencias habidas en el archivo de Arespalditza sobre el vino, tanto el «de la tierra» como el importado desde las viñas riojanas y que tanto gustaba a nuestros antepasados. El documento tiene fecha de 1 de noviembre del año 1623 y refleja una disposición sobre la venta de vino, fijando el precio tanto del vino viejo como del nuevo y, a su vez, del propio de la tierra, es decir, el chacolí. Que «el vino de la cosecha chacolín se benda por veinte y quatro maravedís a vista del alcalde de cada cuadrilla» manda la disposición, y nunca antes había aparecido el vino de la tierra escrito con este nombre, ya que se trata de la primera cita en toda la comarca del chacolí alavés, casi cien años más tardía que la primera cita de la historia hasta el momento, localizada en el Archivo de la Real Chancillería de Valladolid con fecha de 1520, en cuya sentencia se falla en favor de una tabernera de Errenteria que reclamaba un dinero por el consumo de «las tres pipas y media de chacolín».
No tenemos la misma suerte para el caso de Artziniega, en cuya ordenanza de 1615 –la cual no deja lugar a dudas sobre la importancia del vino de la tierra en la economía de la villa y sus aldeas– no aparece escrita como tal la codiciada palabra chacolín. Sin embargo, estamos ante una ordenanza muy rica en disposiciones orientadas a regular el comercio y la venta de vino en el propio núcleo urbano. Así, leemos cómo se obligaba a cada productor vender tanta cantidad de vino como la que hubiera encubado, y no más, evitando así que «ninguno meta vino de fuera en esta villa» y que «a los vecinos de fuera no se les dé suerte para vender su vino, ni les dejen llevar la uva».
Y el celo del gobierno municipal en lo concerniente al vino foráneo se ve claramente en el capítulo 86, donde se dice claramente que aquel mulatero o mesonero que metiera vino «de fuera de esta villa sea obligado a sacarlo de ella otro día siguiente, sin vender nada». El mismo interés proteccionista tenía un posterior decreto de 1641, prohibiendo expresamente la entrada en la villa de manzana para hacer sidra o sidra hecha, por el daño que pudiera ocasionar en el vino propio de la cosecha de la tierra. Esta constante vuelve a verse en otro decreto de 1675, que también prohibía la entrada de vino en la villa mientras en ella hubiese vino de su cosecha, amenazando con la confiscación del producto y una multa de doce reales. Y es que Artziniega, como otras villas, se dotó de importantes mercados comarcales y ferias a las que acudían mulateros con productos de lo más variopinto, a la vez que procuró la protección de los productos propios con ordenanzas y leyes que continuamente se iban revisando y adecuando.
Y en un 16 de mayo de 1681, y en Bilbao, se fecha un inventario sobre la producción agrícola del vino del país en Bizkaia, en la que se menciona la palabra chacolí junto a la importancia que tenía este caldo en varias localidades del Señorío, siendo Orduña una de ellas: «En todos los puertos de la zona marítima, Ciudad de Orduña, y villa de Balmaseda, como parajes templados, hay viñedos y parrales que producen anualmente unas cinco mil pipas de a 24 cántaras de vino chacolí». Estas pipas o candiotas eran una especie de tonel o barrica para el almacenamiento y transporte de vino, mientras la cántara, utilizada hoy día, es una medida de capacidad equivalente a ocho azumbres, es decir, 16 litros. Por lo tanto, estamos hablando de unos 384 litros por cada pipa, o lo que es lo mismo, 1.920.000 litros de vino chacolí cosechado para el territorio vizcaíno, cifras realmente asombrosas si las comparamos con las actuales.
Pero, a pesar de los datos, parecía no gustar demasiado al clero nuestro «ácido» vino, por lo menos a la alta jerarquía, ya que corría el año de 1698 cuando Pedro de Lepe, a la sazón obispo de Calahorra y La Calzada, prohibió de manera rigurosa que se utilizara vino de chacolí en las consagraciones de su obispado.
Siglo XVIII
Es inegable que el chacolí se hallaba bien presente en el agro vasco-atlántico del siglo XVIII, como también es justo reconocer la mayor estima en que eran tenidos los caldos importados de fuera, sobre todo los tintos de La Rioja y, especialmente, los de Navarrete, Cenicero y Fuenmayor. A este respecto, es suficientemente aclaratoria una cita documental aparecida en la villa de Amurrio a fines del siglo XVIII, donde las preferencias hacia los vinos de fuera estaban tan extendidas entre la población, que las autoridades municipales se ven, de alguna manera, obligadas a permitir el consumo de caldos foráneos durante «los días de Navidad y Pasquas de Navidad se ha de dar bino clarete de la Rioja a todas las personas que lo gustasen», a pesar de quedar todavía para estas señaladas fechas buena parte del chacolí producido en Amurrio. Este relajo navideño en las habituales medidas de protección hacia el vino propio hace pensar que el gusto por la calidad caía del lado riojano, cuyo «bino clarete» gozaba de mayor prestigio en las mesas de Amurrio.
En el archivo de la Real Academia de la Historia, en un documento de 1770 sobre la Tierra de Ayala aparecen citados los valles de Arrastaria y Laudio –ninguno de ellos, curiosamente, perteneciente a la mencionada Tierra de Ayala en un sentido histórico– en relación a una petición que hacen para quedar exentos de un nuevo impuesto de dos maravedíes por cada azumbre de vino. Justifican su demanda en que el chacolí producido en su territorio no merece ni ser llamado vino: «este licor, por su debilidad, acidez y ninguna resistencia y sustancia para conservarlo, se conceptúa no por vino pero por una especie de bebida poco más que sidra». Sin duda, una argucia esgrimida para librarse del pago, pero que no debemos tomar en cuenta para medir la calidad de aquel chacolín producido en nuestros valles.
Es Orduña, no obstante, el municipio que más información aporta en este siglo gracias al nuevo ordenamiento municipal basado en las Reales Ordenanzas de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Orduña, confirmadas por Su Majestad Carlos III y Señores del Real y Supremo Consejo de Castilla, en fecha de 11 de agosto de 1789, con el fin de proteger los cultivos de viñas y el chacolí de la ciudad frente a la abundancia de vinos tintos y claretes de La Rioja y Castilla. Por lo tanto «se ordena y manda que ninguna persona sea osada a introducir vino clarete, chacolí, ni otro cualesquiera género de fuera de la jurisdicción sin que preceda licencia por escrito del Regidor semanero, se pese en el peso real y pague los derechos reales de Arbitrios e impuestos».
El título 64 del ordenamiento dispone sobre la venta de vino chacolí, el cuidado de los viñedos y las fechas de vendimia entre otras cosas. Al parecer, debía ser bastante habitual el robo de uva, por lo que no dudan en regular la contratación de guardas de viña para evitar que «se cometan hurtos de uva», prohibiendo, además, la entrada a los viñedos a cualquier persona ajena a los mismos bajo ningún pretexto, hasta que no concluyera el período de la vendimia. Podríamos pensar que el celo de las autoridades sobre el viñedo era un tanto exagerado, pero los desmanes eran tales que, incluso se habían dado casos de «personas que van a las viñas, y descepan parte de ellas para conducirlo a sus casas y quemarlas en sus fogares».
Todo debía estar perfectamente regulado por la autoridad, máxime cuando se trataba de un producto tan altamente rentable para la economía de la ciudad en general y las arcas municipales en particular. Por lo tanto, era lógico pensar que quedara «a elección del Ayuntamiento establecer el tiempo de vendimia haciéndola publicar y pregonar con dos días de anticipación para que los cosecheros preparen lo necesario». Y conocemos la existencia de al menos dos o más variedades de uva, con diferentes momentos de maduración, por lo que será nuevamente el ayuntamiento quien «disponga una o más vendimias (…) sin levantar los guardas, sino que sigan guardando hasta que en todo se haga la última vendimia», prohibiendo «el que nadie entre a vendimiar sino en los tiempos y cuando lo ordenare el Ayuntamiento».
Aquella Orduña de hace 200, 300 ó 400 años tendría muchas semejanzas con los actuales núcleos vinateros de la Rioja Alavesa. Y no serían unos pocos productores de chacolí como ocurre hoy, cuya labor apenas se deja notar en el acontecer diario de la ciudad, sino muchas decenas de ellos, propietarios y trabajadores de todo tipo, cuya actividad en tiempo de vendimia inundaba de aromas y utensilios de trabajo todo el casco urbano que conocemos, y que el ayuntamiento se vio obligado a regular: «Las cubas, barriles, comportas, y cuanto fuere necesario limpiar, y ponerse a secar para la vendimia y fuera de ellas, no se puedan dejar entre calles y otro paso público; sino que precisamente luego de lavarlas se han de colocar debajo de los soportales en paraje que no impida el mismo paso».
Si un producto como el chacolí era tan importante como para regularlo en todas sus distintas fases, es lógico pensar que el gobierno municipal organizara, igualmente, la venta y comercio del mismo, ya que era en este proceso cuando más fraude se podía cometer. Por todo ello, «nadie podrá entrar uva, mosto, ni vino, de sujetos de fuera de la Ciudad (…) para venderlo con su vino pena de comiso del propio vino (…) para impedir de este modo los gravísimos perjuicios de la Ciudad».
Del mismo modo y preocupadas por la calidad del vino, las autoridades lo dejaban bien claro: «El Ayuntamiento celará con particular cuidado (…) que el vino que se vendiera sea de la calidad y bondad que se requiere, mandándolo cerrar o vaciar, castigándolo con rigor a quien contraviniese». De hecho, las Juntas Generales de Bizkaia acostumbraban a nombrar síndicos encargados de examinar los vinos de chacolí destinados a la venta, con el fin de declararlos «potables» y acreditarlos para el consumo.
La severa legislación no permitía que se escapara a su control ningún proceso en torno al vino, ni siquiera el de las fechas en que debía ponerse a la venta. Así, «se prohíbe el que nadie pueda venderlo hasta que se haga la postura», es decir, el precio que se aplicaba a los productos comestibles de los abastos públicos, para asegurarse de que el nuevo vino estuviese «en sazón y bien cocido», apto para el consumo y no «en un tono perjudicial a la salud pública». No en vano, las citadas ordenanzas se habían redactado en el mismo año en que la Revolución Francesa ponía patas arriba todo el orden establecido hasta entonces, escenario de reyes absolutistas y nobles privilegiados que habían estirado el Antiguo Régimen hasta el límite. Corrían, por tanto, aires de modernidad henchidos por las nuevas ideas emanadas de la Ilustración, donde ya no valía cualquier cosa y los gobiernos municipales tenían el deber de asegurar el orden público, velar por la salud e higiene de sus ciudadanos y asegurar el abastecimiento de sus villas, además de establecer, como hemos visto, los precios a todos los productos comestibles de los abastos públicos, con el fin de evitar cualquier tipo de alteraciones y picarescas. Así, leemos que «La postura del vino chacolí de la cosecha de esta Ciudad la hará el Ayuntamiento el día de San Martín Obispo once de noviembre de cada año, comenzándose a vender al día siguiente libremente por quien quisiere hasta el día de Santa Lucía trece de diciembre del mes siguiente, desde el cual tiempo cesará la libertad empezándose a vender por tandas con arreglo a la costumbre, esto es, haciendo lista y asiento de todos los cosecheros y echando suertes el Ayuntamiento, así hasta concluir todo el vino».
Esta obligación de vender el chacolí por tandas originó cuantiosas disputas entre las numerosas instituciones eclesiásticas existentes en Orduña y el poder municipal, ya que los religiosos se creían exentos de esta y otras disposiciones debido a su particular fuero y, por tanto, libres para comerciar a su antojo con sus barricas llenas de vino.
El sistema de tandas era una práctica generalizada en la casi totalidad de los municipios vascos productores de chacolí, y se hacía cada año, una vez acabadas las tareas de elaboración del caldo. Para ello, todos los viticultores del mismo municipio tenían el deber de acudir a su ayuntamiento donde, además de fijarse el precio de venta del vino, se establecía el orden de salida al mercado de cada cuba o barril de chacolí, para lo cual se numeraban debidamente y se las aplicaba el sello municipal. Una vez realizado el trámite llegaba el turno de suerte, que decidía, en tandas de a dos, qué barricas se ponían a la venta en primer lugar, cuales en segundo, en tercero y así sucesivamente hasta agotar las existencias. Era un sistema limpio en el que la suerte decidía, y nunca sacaban a la venta una nueva tanda hasta no haber agotado las dos cubas precedentes.
No quedaría completo este capítulo sobre el viñedo de la ciudad vizcaína sin mencionar a José Antonio de Armona y Murga, humanista e ilustrado nacido en Arespalditza en 1726, aunque de raíces orduñesas, y corregidor de la villa de Madrid. Dejó escritas unas Apuntaciones históricas y geográficas de la antigüedad, nombre y privilegios de la Ciudad de Orduña, fechadas en la capital del reino el 29 de abril de 1789, tres años antes de su muerte, y puede decirse de ellas que constituyen un gran trabajo recopilatorio de historia local, en el que además incluye un plano de la ciudad donde se recoge de manera gráfica, entre otros cultivos, el amplio espacio ocupado por las viñas.
Siglo XIX
Pero volvamos a Laudio, casi 900 años después de aquella cita documental del siglo X referente a la iglesia de San Víctor y Santiago de Gardea. Nos encontramos en el último tercio del siglo XIX, y todavía constatamos la presencia de 965 áreas de viñedo en producción en todo el valle, 368 de las cuales correspondían al Marqués de Urquijo, mientras que las 597 áreas restantes se repartían entre otros catorce propietarios, pequeños productores para el consumo propio del caserío, si bien, algunos conseguían excedentes que sacaban a la venta para abastecer a particulares y tabernas de la zona.
Poco se esperaban aquellos chacolineros y vinateros en general lo que se les venía encima en forma de mortales enfermedades para sus viñedos y parrales, tres grandes plagas que asolaron el campo europeo y americano, dando carácter internacional a una desgracia contra la que apenas pudieron luchar los gobiernos. Estamos hablando de las enfermedades del oidium, la filoxera y el mildiu, sobradamente tratadas en libros especializados y trabajos de investigación diversos, por lo que no entraremos en ello.
Sea como fuere, las mencionadas enfermedades redujeron considerablemente el viñedo en todo el territorio vasco, y en lo que a la zona del chacolí alavés respecta, pasó de las 550 hectáreas que se cultivaban en estas tierras todavía en 1877, a las poco más de cien que quedaron en lugares apartados y herméticos de nuestra intrincada geografía. Y los datos no fueron más alentadores en otros territorios, pues las 12.985 hectáreas de viñedo que había en 1889 en la Rioja Alavesa se redujeron a 327. Una desgracia generalizada en toda Europa que, sin embargo, no consiguió acabar con el viñedo.
Efectivamente, fue el tesón de algunas personas que no quisieron rendirse el que sirvió de revulsivo para continuar con una tradición vitivinícola milenaria, si bien un tanto adormecida, hasta las postrimerías del siglo XX, momento en que de nuevo ha resurgido como un producto de extraordinaria fuerza y calidad en los cinco municipios que integran la D. O. Chacolí de Álava. Algunos de aquellos viñedos relictos, supervivientes de plagas y enfermedades, se documentan mediante los testimonios orales de la gente de edad avanzada en buena parte de nuestros pueblos, y casi siempre asociados a viejos caseríos que hacían las veces de taberna, a menudo con un bola–toki adosado o construido en el entorno de la explotación. Eran los chacolís, oasis de tranquilidad donde tomar una jarra del vino de la tierra, donde echar una tirada de bolos, y donde cantar y merendar a la sombra de las parras.
También en la cercana ciudad de Orduña se lamentaba el secretario del ayuntamiento, porque «las viñas padecen desde hace cuatro años la enfermedad del oidium-tuqueri, de suerte que es casi nula la cosecha de vino chacolí, y el total deterioro de las cepas». La cita corresponde a un 30 de junio de 1856, momento en que se fecha el inventario de acontecimientos guardado en la bola de la veleta situada en el cumbre de la iglesia de Santa María, y cuyos secretos sólo se airean una vez cada cien años.
Siglo XX
Hemos hablado ya sobre la figura de los guardas de viña cuando hacíamos referencia a las ordenanzas del siglo XVIII en la Ciudad de Orduña, pero nos sorprende que aparezcan citas en torno a ellos en un momento tan cercano a nuestro tiempo como es el inicio del siglo XX, una vez pasadas las plagas. El documento es del archivo de la Villa de Artziniega, un municipio con referencias a las viñas de su término –no olvidemos el caso de la iglesia de Santa María, en Retes de Tudela– desde el año 864.
Así, en sesión ordinaria celebrada en septiembre de 1901 en la sala consistorial de la citada villa, con los concejales y el alcalde reunidos, se acuerda por unanimidad «el nombramiento de guardas del campo y de las viñas a D. Francisco Isuskiza y a D. Gervasio Largatxa, con el sueldo de una peseta y setenta y cinco céntimos cada uno». En marzo de 1902 el alcalde aprovecha otra sesión ordinaria de la corporación para dar a conocer una circular enviada desde la Diputación Provincial de Álava en referencia a la constitución y formación de un cuerpo de «Guardería Frutal» en Artziniega, demandando contestación a una serie de cuestiones que precisan ser aclaradas sobre dichos guardas, forma de trabajo, tiempo de dedicación al mismo y sueldo estipulado. En el curso de la misma sesión se acuerda por unanimidad contestar a los requerimientos de la Excelentísima Diputación, diciendo que «este Ayuntamiento viene nombrando dos vecinos de guardas de viñas y del campo, por el tiempo en que sazona el chacolí y demás frutos del campo».
Sin embargo, y a pesar de lo expuesto, el tiempo dorado del chacolí había pasado, sobre todo tras el desastre ocasionado por las enfermedades y plagas ya mencionadas. La mayor parte del viñedo había sido arrancado y sustituido por otro tipo de cultivos, entre los que el cereal se llevaba la mayor parte de aquel suelo agrícola. Tan sólo alguna viña aislada y las nuevas plantaciones realizadas con portainjertos americanos resistentes a la plaga, habían logrado salir adelante en medio de la desazón generalizada.
DOCUMENTACIÓN PERIODÍSTICA Y LITERARIA
Se trata de citas diversas procedentes de autores que, o bien eran viajeros circunstanciales, hombres de ciencia, periodistas de guerra –los conocemos desde las Guerras Carlistas (1833-1876)–, o excelentes literatos de los siglos XIX y XX, los cuales ejercieron de verdaderos cronistas de su tiempo.
El primero en visitarnos fue Willian Bowles, como consecuencia de un largo periplo que le llevó a recorrer la España del siglo XVIII. Este viajero y geógrafo irlandés publicó un libro titulado Introducción a la Historia Natural y a la Geografía Física de España (1775), dos de cuyas páginas dedicó plenamente a hablar sobre los viñedos y el chacolí, resultado de su paso por el territorio vizcaíno.
De Joaquín José de Landazuri y Romarate (Vitoria-Gasteiz 1730-1805) citaremos su nunca bien apreciada contribución a la historia de los territorios vascos, especialmente la referida a Álava en sus Compendios históricos de la ciudad y villas de la M.N. y M.L. provincia de Álava, publicada en 1798. En el capítulo II del mismo libro aparece una extensa referencia a la villa de Artziniega: «Produce el terreno de Arceniega Trigo, maiz, Cevada, Viñeos (viñedos), y otras mieses: delicados frutos de todo genero en los Arboles, y vino, que llaman el Chacoli, de muy buena calidad para la mayor parte del año».
La siguiente cita nos sitúa en la primera guerra carlista y en 1835, año en que entraron a la península unos cuantos miles de soldados voluntarios británicos con el fin de ayudar a las tropas isabelinas contra el movimiento que apoyaba a Don Carlos, hermano de Fernando VII y aspirante al trono español. Con aquellos militares habían llegado periodistas que, como John Moore, enviaba sus crónicas de guerra al periódico para el que trabajaba. Así, de su paso por Amurrio en 1838 nos dejó algunos comentarios interesantes recogidos en el libro Viajeros ingleses del siglo XIX, donde describe que «hay un gran número de caseríos o pequeñas casas de campo con amplias techumbres de estilo suizo; las parras cubren las blancas paredes y dan sombra a las ventanas (…)».
El periodista, escritor y viajero catalán Joan Mañé i Flaquer visitó nuestras tierras en el siglo XIX y puso por escrito sus impresiones en una obra que tituló El oasis: viaje al país de los fueros, publicada en 1879. En ella hace una extensa referencia a Laudio, donde se produce «bastante cantidad de trigo, cebada, maíz, y otras semillas y árboles frutales de diferentes especies y vino. El chacolí (vino del país) que se produce en Llodio es el más estimado de Vizcaya».
El ilustre historiador y escritor alavés Ricardo Becerro de Bengoa (1845-1902) se acercó de visita en el verano de 1876 a la Tierra de Ayala, empleando el tren como medio de transporte. Sus impresiones de viaje las publicó en Descripciones de Álava, publicado en el año 1880, donde hablaba del barrio Aretxondo de Amurrio «con curiosas casas de labranza adornadas con los parrales de chacolí». Y más adelante se refería al mismo municipio como un lugar que «produce regular cosecha de cereales, mucho maíz y legumbres, abundantes castañas y excelente chacolí, cuya plantación y explotación va en aumento».
Benito Pérez Galdós, el gran novelista decimonónico, bien conocido por sus Episodios Nacionales, hace mención, precisamente en ellos, a la localidad de Amurrio. La cita es de 1889 y aparece en el capítulo denominado Vergara, enmarcado también en la contienda carlista. En una de las escenas, don Benito cita a varios de los oficiales protagonistas en animada conversación y «entreteniendo los ocios con historias picantes y libaciones de chacolí».
José Madinabeitia, además de párroco de Amurrio fue un intelectual que supo coordinar todo un trabajo enciclopédico sobre el municipio en el que desempeñaba su cargo. El libro de Amurrio vio la luz en 1932, y en él nos hablaba de «frutales y viñedos» para añadir «hoy éstos desaparecidos», una información de primera mano en la que nos da cuenta del final de la producción chacolinera en un Amurrio sin viñas hacia los años 30 del siglo XX, probablemente dañadas por las plagas de finales del s. XIX. De hecho, al final del libro vuelve a citar los productos agrícolas que se recogen en Amurrio y, entre ellos, no aparece la más mínima mención a viñas, parrales o uvas.
Finalmente, es todo un honor poder gozar de las descripciones de don Pío Baroja a su paso por nuestra tierra en 1953, un itinerario de visita que se incluye entre los capítulos de su libro El País Vasco. También en esta ocasión fue el tren el medio de locomoción elegido por el ilustre escritor, describiéndonos desde su asiento el paisaje que ve «entre viñas y nogales».
DOCUMENTACIÓN TOPONÍMICA
En la mayor parte de los pueblos incluidos en el territorio que ocupa la Denominación de Origen Chacolí de Álava, así como en otros cercanos de la vecina Bizkaia, algunas de las antiguas heredades, dedicadas hoy mayoritariamente a pastizal y pinar, conservan todavía sus viejos nombres de lugar que delatan anteriores prácticas agrícolas relacionadas con la viticultura. Topónimos frecuentes como La Viña o Las Viñas, El Parral o Los Parrales, Viña Vieja, Soviñas, Mendibiña, Matxueta, Maskuribai, Mastondo, Ardanza… proceden tanto del castellano como del euskera, y podrían haberse originado a lo largo de los siglos XIX y XX para designar aquellas parcelas en las que habían perdurado viñas, si bien ya de manera residual y en medio de otro tipo de cultivos más generalizados. De hecho, la documentación de los siglos XVII y XVIII menciona numerosas heredades en las que hubo viñedo, pero cuyos topónimos –Solashazas, Soelcampo, Socorral, La Ormaza o Sotoiel–, no reflejan para nada la existencia de dicho cultivo. Seguramente, porque en los tiempos en que el viñedo cubría una gran extensión, no sería funcional el empleo de términos como La Viña o El Parral para designar viñedos en medio de un agro, precisamente, con abundancia de vides y emparrados.
La investigación de catastros y libros de cuentas se hace indispensable para recuperar parte de la toponimia antigua. Pero tampoco hay que dejar de lado la investigación de campo, recuperando los topónimos que aun recuerdan nuestros mayores antes de que se extingan por falta de uso. Se trata, en buena parte, de topónimos que han quedado fosilizados en la memoria de los habitantes, también en los documentos escritos, y que aún guardan la huella de haber tenido una relación directa con el cultivo de la vid.
El actual municipio de Amurrio se compone hoy de su propio término más el territorio de los extintos ayuntamientos de Lezama y Arrastaria, por lo que su extensión y variedad poblacional es importante, lo mismo que la terminología relacionada con las vides. En el propio Amurrio encontramos los términos de Matxueta, Maskuribai, Los Parrales y La Viña Galindez. En Larrinbe nos consta que los diezmos se pagaban en chacolí. En Baranbio, en las soleadas landas cercanas a la desaparecida ermita de San Pedro y al santuario de Garrastatxu, aparece el término Juandamatseta, relacionado, quizá, con las necesidades vitícolas del propio centro eclesiástico. En Lezama se constatan los de Parrazar, Arbiña y Ardosada. En Saratxo aparecen al menos tres topónimos La Viña, y en Tertanga se constata un Majuelo y un Las Viñas.
En cuanto al extenso municipio de Aiara, compuesto por 24 pueblos, encontramos abundante toponimia vinculada al cultivo de la vid, tanto en euskera como en castellano: Ardanza, El parral, La Viña, Mastio, La Viña Vieja, Viñillas, etc.
En cuanto a los pueblos de la Junta de Ordunte, pertenecientes al municipio de Artziniega, encontramos no sólo toponimia relacionada con el tema, sino constancia documental de numerosas heredades que han albergado viñedos a lo largo de la historia.
Seguidamente llegamos a Okondo, un pueblo que siempre ha gozado de fama chacolinera y, en cierto modo, la toponimia así lo corrobora, presentando diferentes versiones de un mismo nombre ciertamente arraigado y repartido por el valle: Arraola-Mastondo, Maistondo, arroyo Mastondo, Mastondo-Madalen, Mastuondo, Masabalza, Masegi y Mastinza. Tampoco faltan los más típicos como Parral y La Viña.
Por último Laudio, un municipio en el que no ha quedado una abundante toponimia de referencia vitícola. Sí podemos citar, sin embargo, un Refugio de Viña en el término de Lezeaga, atribuido a una pequeña casita en ruinas que debió de guardar aperos para el cultivo del viñedo que otrora crecía en su entorno. También se constata un Viña Vieja en pleno centro de la población para referirse a toda una ladera carasol que, desde el barrio Lamuza hasta el de Bitorika, albergaba extensos parrales todavía en los años treinta del pasado siglo.
PATRIMONIO MATERIAL O TANGIBLE
Tiene valor cultural en sí mismo, y por ello ha sido el gran facilitador de las colecciones etnográficas que han nutrido nuestros museos a lo largo del siglo XX. Dentro de él podemos diferenciar dos tipos: mueble e inmueble.
Patrimonio mueble
Estaría integrado por todo tipo de útiles relacionados con el tema de estudio, instrumentos o herramientas, ingenios y maquinaria usados en la fase agrícola y productiva de la actividad vitivinícola (cultivo, vinificación y crianza). Así, los recipientes y medidas para el vino, fabricados en materiales tan diversos como cerámica, madera, piedra, vidrio, cuero o cuerno, han sido tan abundantes como el diferente uso que se les ha dado a lo largo de la historia, variando de un país, región e incluso de un pueblo a otro la propia forma, el nombre y hasta la capacidad de la medida. Por todo lo cual, no pueden extrapolarse los de una zona a otras, ni exhibirse piezas que no corresponden al lugar físico en el que se exponen si no es adecuadamente explicada esta circunstancia.
Por lo general, al patrimonio material mueble se le ha dado una importancia desproporcionada respecto a todo lo demás, precisamente por su tangibilidad, es decir, su posibilidad de ser visto, admirado, tocado, fotografiado y dibujado. Esto, en ocasiones, ha captado todo el interés de quien lo posee, de quien lo contempla y de quien lo investiga, despreciando el contexto histórico y las circunstancias socio-económicas que lo posibilitaron. Así, el objeto material se ha convertido, en no pocas ocasiones, en un verdadero tótem de adoración, incluso en símbolo para toda una etnia, un pueblo o una nación. Pero sí juzgamos importante la realización de inventarios de este tipo, con fichas adecuadas a cada familia de utensilios, con el fin de censar y conocer todo el bagaje material usado, en la medida en que éste se haya conservado, acerca de una determinada actividad en un lugar o territorio concretos.
Dicho inventario está realizándose en la zona del chacolí alavés, con interesantes resultados, ya que cientos de objetos arrinconados, maltratados por la carcoma y fuera de todo uso, están siendo rescatados del olvido y puestos en valor sólo por el hecho de ser reconocidos como útiles de otro tiempo. Lo más destacable es su dispersión, un problema a la hora de inventariar pero también un valor añadido al conjunto del territorio en estudio. Elementos de almacenaje y contenedores de vino, prensas de madera, piedras de prensa, medidas de capacidad y aperos de labranza son los objetos más habituales que aparecen en nuestros caseríos, los antiguos centros de producción.
Patrimonio inmueble
Estaría conformado por todo aquel patrimonio que hiciera referencia a la infraestructura de la actividad, tales como casas de viña y guardaviñas, lagares fijos, bodegas subterráneas y centros de vinificación, también llamados popularmente chacolís. Y es que estos centros de producción y venta tabernaria del chacolín, han sido y continúan siendo aun verdaderos caseríos que cumplían con las labores de bodega, almacén, taberna y restaurante, además de atender a sus funciones agropecuarias de siempre. Sabemos que no abrían sus puertas a la vez, sino siguiendo un riguroso turno de venta que comenzaba con una orden municipal para el primero hasta agotar sus reservas de vino, hecho lo cual, daba el relevo al siguiente y así consecutivamente. En apenas dos semanas solían vaciar las cubas, con lo que el tiempo de espera no era tampoco excesivo. En algunos sitios, el caserío que iniciaba la venta acostumbraba a poner una rama de laurel en la puerta de entrada, y además, bien en el portalón o en la misma calle bajo el alero, se instalaba alguna mesa con escaños corridos para que pudieran sentarse los clientes del día que acudían a apagar su sed.
En ocasiones, con la bebida se saboreaba lo que en aquel momento hubiera en el improvisado menú de la casa, compuesto acaso por unas rodajas de merluza fritas, bacalao al pil-pil, sardinas en salsa y, menos habitual, alguna buena cazuela de cordero en salsa u otras menudencias.
También en la zona del chacolí alavés existieron este tipo de establecimientos situados en caseríos productores de chacolí, siempre dispuestos a sacar algo de comer y unas jarras del fresco y ácido caldo para animar tertulias, cánticos y hasta partidas de bolos en el carrejo que solían tener adosado a alguna de las paredes de la casa. Así, conocemos el del caserío Agirre de Okondo –todavía en buen estado de conservación– en el barrio de San Román, cuyos propietarios elaboraban el llamado vino de la tierra. Tampoco nos olvidamos del caserío Kurtze de Gardea, en Laudio, una de las chacolinerías más famosas de toda la zona, especialmente por haber sido centro de tertulias y juego de bolos, donde se reunían personas tan conocidas como el popular músico Ruperto Urquijo.
También los caseríos con parra, sustentada mediante apoyos de madera que solían colocarse a media pared para guiar su crecimiento a través de los muros más soleados, son patrimonio inventariable, y con ellos, las viñas y emparrados que pudiera haber, bien en el entorno de la casa o alejados de ella. Es difícil encontrar, aún hoy, un caserío sin parra o, al menos, sin estos aditamentos, cuya cosecha apenas daría unos baldes de maduros racimos para la prensa de casa y unas cuantas azumbres de áspero vino para satisfacer, junto a la sidra, el consumo familiar de buena parte del año.
Finalmente, es interesante reseñar el reciente descubrimiento de varias bodegas subterráneas para chacolí en el subsuelo de algunos inmuebles situados dentro del casco histórico de la villa de Artziniega, hasta el presente las únicas existentes en todo el espacio del chacolí vasco. En concreto, nos referimos a dos palacios barrocos ubicados en la Calle de Abajo, ambos del siglo XVII, y otra casa de la Calle de Arriba, edificada en nueva planta hacia los años sesenta del pasado siglo, pero que supo conservar la bodega del subsuelo. Sin embargo, tenemos noticias de otras que no corrieron igual suerte, como la desaparecida al edificar la casa de viviendas del bar Llantada, en la Calle de Abajo. Sin duda, éstas y otras son la muestra de la gran importancia que tuvo la producción vitivinícola en esta villa que, sin embargo, nunca llegó a un gran potencial económico ni político.
PATRIMONIO INMATERIAL O INTANGIBLE
Tiene un valor cultural distinto al aportado por el patrimonio material, pero no menor. De hecho, el patrimonio intangible es el que otorga la cualificación al tangible, y la herramienta que usamos para cualificar uno a través del otro es la historia, o mejor aún, la contextualización histórica. En este sentido, creemos que toda actividad responde a un momento histórico concreto, y es consecuencia y/o causa de algo. Sin duda, el patrimonio inmaterial –excepción hecha de la música y la fiesta– ha sido el gran perjudicado a lo largo de los tiempos, el gran olvidado por los museos y la etnografía y el gran despreciado por estudiosos e investigadores de la historia.
Para precisar más en qué consiste el denominado patrimonio inmaterial, mencionaremos aquello que, a nuestro juicio, interviene de forma activa, como son toda la serie de conocimientos y técnicas empleadas en las labores de las anteriormente mencionadas fases agrícola y productiva por nuestros agricultores. También se incluirían los distintos usos del vino y costumbres en torno a él y su consumo, así como las fiestas, tradiciones, leyendas y canciones o versos asociados al propio vino. Todo un patrimonio cuya intangibilidad debemos materializar mediante cuestionarios bien argumentados que sean capaces de recoger, en entrevistas personales, ese acervo cultural que los hombres y mujeres guardamos en nuestras memorias unipersonales y privadas. Y en este sentido, la propia edad de los informantes deberá marcar inevitablemente la propia definición de «metodología tradicional» o «metodología moderna» del cultivo de la vid, debido a la evolución sufrida en las técnicas y herramientas aplicadas en dicha actividad, partiendo de la invasión de la filoxera, la utilización de la tracción semoviente, el empleo de fitosanitarios, la aparición del injerto o el empleo de maquinaria autónoma. Un importante salto tecnológico que todavía podemos documentar a través de las encuestas a las personas que participaron en él, y esta precisión temporal concede al trabajo un carácter de urgencia, ya que en este momento la generación que ha vivido estas transformaciones está a punto de desaparecer.